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domingo, 18 de mayo de 2025

Entender el todo: Una nueva mirada sobre el mundo y la política

Por: Fernando Salinas | 17.05.2025

Lo que necesitamos hoy no es más control sobre las partes, sino más comprensión del todo. Una política del cuidado, no del dominio. Una forma de vivir que no divida, sino que reconecte. Porque al final, no somos piezas sueltas. Somos parte de una trama que nos sostiene, aunque muchas veces no la veamos. Y es esa trama -ese todo vivo- lo que vale la pena defender.


Vivimos en un mundo que ha sido pensado, desde hace siglos, en base a partes: partes del cuerpo, partes de la naturaleza, partes del conocimiento, partes del territorio, partes del poder. Esta forma de ver las cosas ha sido útil para desarrollar la ciencia, organizar gobiernos o diseñar tecnologías. Pero también nos ha hecho perder de vista algo fundamental: que la realidad no está hecha de partes aisladas, sino de relaciones, de redes, de totalidades vivas.

Este énfasis en la parte tiene una raíz filosófica reconocible en el pensamiento de René Descartes, quien propuso que para entender algo complejo era mejor dividirlo en partes más simples. Este método analítico permitió grandes avances científicos, pero también reforzó una visión fragmentada del mundo. Frente a esta perspectiva, corrientes como la psicología de la Gestalt afirmaron que "el todo es más que la suma de las partes", recordándonos que hay estructuras y significados que no pueden entenderse si solo miramos los elementos por separado.

Cuando analizamos un río como “agua”, un bosque como “biomasa”, o una comunidad como “población”, estamos usando una forma de pensar que separa para entender. Es lo que los griegos llamaban logos: la razón, el lenguaje, la lógica. El logos nos ayuda a construir modelos, teorías y conceptos que nos permiten explicar el mundo. Pero tiene un límite: no puede captar el todo tal como es. Puede analizar fragmentos, pero no puede vivir la totalidad de lo real.

La filosofía, desde distintas tradiciones, ha advertido esto muchas veces. En el budismo, por ejemplo, se dice que nada tiene existencia propia: todo depende de todo. En la filosofía ecológica, como la de Arne Naess o Félix Guattari, se insiste en que el ser humano es parte de una red de relaciones -con la tierra, con los demás, consigo mismo- y que no puede pensarse como una unidad separada. La idea de que somos individuos autosuficientes es una ilusión moderna que ya no nos sirve.

Este problema no es solo teórico. Tiene consecuencias directas en la forma en que organizamos nuestras sociedades. Las políticas públicas suelen tratar los temas como si fueran independientes: salud, medio ambiente, economía, seguridad. Pero en la práctica, todo está conectado. Si se contamina un río, afecta la salud, la economía local, la biodiversidad, e incluso la identidad de una comunidad. Si se construye una carretera en un bosque, cambia todo un sistema de relaciones que tal vez no alcanzamos a ver.

Por eso, distintas experiencias en el mundo están mostrando caminos alternativos. El municipalismo ecológico, por ejemplo, propone que las decisiones se tomen a nivel local, con participación directa de las personas, y teniendo en cuenta la ecología del territorio. En algunos pueblos de Europa y América Latina ya se está practicando este tipo de organización, donde lo importante no es el poder desde arriba, sino el cuidado desde abajo.

En América del Sur, los pueblos indígenas originarios han propuesto nuevos paradigmas, una forma de vida basada en el equilibrio con la naturaleza, la comunidad y la espiritualidad. Aquí, la tierra no es un recurso, sino una madre: Ñuke Mapu (mapuche) y la Pachamama (andina). La política no se reduce a elecciones y leyes, sino que se expresa en la forma de sembrar, de compartir, de hablar con respeto, de recordar a los antepasados.

No luchan solo por tierras, sino por formas de vida que reconozcan al territorio como un ser vivo, no como una propiedad. En esas luchas hay una sabiduría que el mundo moderno necesita urgentemente: no todo se puede medir, dividir o administrar. Algunas cosas solo se pueden cuidar.

El filósofo Edgar Morin, uno de los pensadores más influyentes del pensamiento complejo, dice que necesitamos una nueva forma de hacer política. Una política que entienda que todo está relacionado: la mente con el cuerpo, el individuo con la sociedad, el ser humano con la Tierra. No se trata de rechazar la razón, sino de complementarla con sensibilidad, intuición y conciencia relacional.

Lo que necesitamos hoy no es más control sobre las partes, sino más comprensión del todo. Una política del cuidado, no del dominio. Una forma de vivir que no divida, sino que reconecte. Porque al final, no somos piezas sueltas. Somos parte de una trama que nos sostiene, aunque muchas veces no la veamos. Y es esa trama -ese todo vivo- lo que vale la pena defender.

domingo, 11 de mayo de 2025

¿Cómo valorar la vida? Tres caminos para pensar más allá del dinero

Tal vez el futuro no dependa de una sola idea revolucionaria, sino de unir lo mejor del pensamiento crítico, la ciencia consciente y la sabiduría ancestral. Aprender a valorar desde la vida, no desde el precio, puede ser el primer paso hacia una nueva forma de habitar el mundo.


En un mundo donde casi todo se mide en dinero, cada vez más voces cuestionan esa forma única de valorar. ¿Qué pasaría si en vez de preguntarnos cuánto cuesta algo, nos peguntáramos cuánto cuida la vida, cuánta energía útil emplea o cuán profundamente se relaciona con el mundo que lo rodea?

Félix Guattari, filósofo y psicoanalista, en su libro “Las tres ecologías, propuso pensar la ecología no solo como cuidado del medioambiente, sino también como una transformación de nuestras relaciones sociales y de nuestra vida mental. Llamó a esto ecosofía: una forma de sabiduría que nos ayuda a reconectar con la Tierra, con los otros y con nosotros mismos. Para él, la crisis ecológica también es una crisis del deseo y de la sensibilidad.

Lo que realmente tiene valor no es lo que genera ganancias, sino lo que sostiene la vida, despierta la creatividad y fortalece los vínculos. Esta idea dialoga con el pensamiento del filósofo noruego Arne Naess, quien desarrolló la ecología profunda, y también, de manera independiente, el concepto de ecosofía.

La ecología profunda sostiene que la solución ecológica planetaria implica un cambio en el sistema de vida que llevamos actualmente los humanos, no teniendo como objetivo alcanzar el bienestar a través del desarrollo material que trae el crecimiento económico, sino en una visión holística que reconozca la interdependencia de toda la vida en el planeta y que las sociedades humanas no desaten el vínculo existencial que tienen con la Naturaleza.

Según Naess, todos los seres vivos tienen un valor intrínseco, independiente de su utilidad para los humanos. El ser humano debe ampliar su sentido del “yo” hasta incluir el mundo natural, entendiendo que lo que le hacemos al planeta nos lo hacemos a nosotros mismos. Guattari y Naess, aunque diferentes, coinciden en algo sustancial: valorar la vida es vivir en conexión con ella. No como dueños, sino como parte de un todo.

En un plano distinto, pero complementario, Nicholas Georgescu-Roegen fue uno de los primeros economistas en advertir que la economía ignora las leyes fundamentales de la física. En su obra principal, “La ley de la entropía y el proceso económico”, sostuvo que todo proceso económico implica una pérdida de energía útil, un aumento de entropía, y que si seguimos ignorando ese costo invisible, agotaremos los recursos del planeta.

Inspirados por esta visión, los ingenieros Antonio y Alicia Valero, en su libro “Thanatia: Los límites minerales del planeta” proponen una forma de medir el verdadero costo físico de nuestras actividades: la exergía. Esta no se pregunta solo cuánto producimos, sino cuánto esfuerzo energético requiere y cuánta energía útil perdemos en el camino. Desde esta mirada, el valor real de las cosas está en su eficiencia energética, en su capacidad de respetar los límites de la naturaleza.

En países como Chile, donde la economía depende fuertemente de la minería del cobre y el litio, el enfoque de la exergía permite ver un aspecto oculto por los precios internacionales: el alto costo energético y termodinámico de extraer recursos cada vez más diluidos en la corteza terrestre. Según Antonio y Alicia Valero, aunque estos minerales tienen gran valor económico, su procesamiento implica una pérdida significativa de exergía -es decir, de energía útil-, especialmente cuando se recurre a yacimientos de menor ley.

Esta perspectiva muestra que, más allá de su rentabilidad inmediata, estas actividades tienen un costo físico irreversible que debería ser parte de cualquier política de sostenibilidad. Medir ese deterioro no solo en dólares, sino en energía útil perdida, permite revalorizar el territorio desde los límites biofísicos que lo sostienen.

Pero mucho antes que estas ideas modernas, los pueblos originarios de América ya vivían según otra forma de comprender el valor. Para ellos, la Tierra no es un recurso, sino una madre viva. En sus cosmovisiones, la vida se organiza por principios de reciprocidad, equilibrio y respeto.

Conceptos como el sumak kawsay (buen vivir) en los Andes o el küme mongen (vida buena) en el mundo mapuche, expresan la idea de que la riqueza no está en tener más, sino en vivir en armonía con la comunidad y con la naturaleza. No se trata de dominar, sino de corresponder. Estos saberes no están en los libros de economía, pero contienen una de las claves más profundas para enfrentar el colapso ecológico: volver a sentir que somos parte del planeta Tierra, no sus dueños.

A pesar de provenir de mundos tan distintos, estos tres enfoques comparten una idea fundamental: el valor no se encuentra en el mercado, sino en aquello que sostiene la vida. Guattari y Naess nos enseñan a pensar la vida como relación; Georgescu-Roegen y los Valero, como sistema físico con límites; los pueblos originarios, como un entramado sagrado. Frente a un modelo económico que agota los cuerpos, la energía y los territorios, estas visiones nos ofrecen otras brújulas: más éticas, más sensibles, más respetuosas.

Tal vez el futuro no dependa de una sola idea revolucionaria, sino de unir lo mejor del pensamiento crítico, la ciencia consciente y la sabiduría ancestral. Aprender a valorar desde la vida, no desde el precio, puede ser el primer paso hacia una nueva forma de habitar el mundo.