No es fácil entender la importancia que tiene un evento como la COP21, que se celebra por estos días en París. No es fácil, en primer lugar porque el conocimiento sobre el cambio climático, sus causas, consecuencias y maneras de enfrentarlo es a la vez inasible y escaso. Inasible por la gran la cantidad de estudios, expertos, opiniones, posiciones políticas y éticas que se discuten a nivel global. Escaso por la poca penetración que estas discusiones tienen en el público en general y en los medios tradicionales a pesar de la relevancia que los efectos del cambio climático tiene sobre la vida cotidiana de las personas. Cosas que van desde el precio de los alimentos hasta la frecuencia de los grandes desastres ambientales, se vinculan con el clima y, en ese sentido, con la ciencia, la política y la economía.
De este evento, donde más de 11.000 personas de todo el mundo se reúnen en torno al desafío de colaboración más urgente que ha enfrentado la humanidad, saldrá el texto que “gobernará” el cambio climático desde el año 2020 en adelante. El objetivo es mantener este fenómeno en niveles “menos peligrosos” para la humanidad, lo que hoy se espera, sea fijado en 1,5º de aumento de la temperatura de la tierra, en comparación al período pre-industrial.
Los desafíos, tanto dentro del texto mismo como una vez que éste haya sido acordado, son múltiples y complejos. Uno de los más relevantes, es el reconocimiento de los derechos humanos como uno de los principios básicos del Acuerdo de París, sobre los cuales construir las acciones de mitigación y adaptación al cambio climático. Esto tiene una relevancia fundamental para evitar que el peso de la mitigación, y especialmente el de la adaptación, no sea puesto nuevamente en los grupos más vulnerables, que son los que menos han hecho para llegar a esta situación y sin embargo son quienes se encuentran en mayor riesgo y por lo tanto, sufren mayormente con los impactos del cambio climático.
Por dar un ejemplo concreto, las personas que viven en tomas de distinto tipo en diversas ciudades del mundo, normalmente lo hacen porque no tienen recursos para solventar otro tipo de viviendas. Ellos han hecho muy poco para contribuir a la emisión de gases de efecto invernadero y sin embargo son los más golpeados por sus efectos. Poco tienen para defenderse frente a tormentas inusuales (como el norte de Chile), sequías prolongadas (como el centro de Chile), incendios forestales abonados por altas temperaturas y sequía (como hemos visto en Valparaíso y en el centro-sur de nuestro país) y otros fenómenos similares. La pregunta entonces es ¿cómo contribuir con políticas públicas que disminuyan el riesgo para estas poblaciones? A esa pregunta se le puede dar muchas respuesta, una de ellas podría ser erradicar violenta o forzadamente a los pobladores de los sectores de mayor riesgo; pero claramente esa alternativa no respetaría a esas personas en sus derechos más fundamentales y por lo tanto no parece aceptable.
Incluir los derechos humanos de manera expresa en el texto del acuerdo de París, permitiría entonces poner una barrera de defensa a las personas en situaciones más vulnerables, evitando situaciones como la descrita y “soluciones” que sólo acrecienten el problema para algunos.
Las negociaciones en este sentido han sido complejas. Una serie de países de todos los continentes han apoyado tanto de manera pública como privada que se haga este reconocimiento expreso, agregándose incluso menciones a los derechos indígenas y la consideración de cuestiones de género, a pesar de que estos dos temas en el último borrador sólo forman parte del preámbulo y ya no del articulado. El papel de Chile en esta área es aplaudible, pues ha sido uno de los países que se ha comprometido con la incorporación de los derechos humanos en el texto del acuerdo, siendo un activo impulsor de ello en las negociaciones.
¿Cuáles han sido las trabas a esta inclusión? Aparentemente hay dos grupos de países que son los que mayores problemas han puesto en este esfuerzo. Lo curioso es que ambos han seguido estrategias muy similares, que si bien aparecen como progresistas, claramente son lo contrario. La maniobra consiste en pedir que se haga un reconocimiento adicional a una categoría de derechos sobre los cuales hay menos consenso internacional y poner esa categoría como condicionante. La retórica es clara: “nosotros no sólo reconocemos los derechos humanos, sino que además queremos que se reconozcan derechos que van más allá”. Pero la consecuencia de esto es evidente: como la regla de aprobación del texto es el consenso, poner categorías aparentemente más inclusivas, pero que no son apoyadas por la mayoría, se vuelve autodestructivo, impidiendo que se reconozcan los derechos humanos en el tratado.
Los dos grupos de países que supuestamente han intentado esta estrategia, habrían sido los países árabes del golfo y los países latinoamericanos agrupados en ALBA (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Cuba, entre otros). El primer grupo, intentando incorporar los “derechos de los pueblos ocupados” y el segundo intentando incorporar “los derechos de la madre tierra”, ambas cuestiones que si bien pueden ser adecuadas no tienen un reconocimiento internacional suficiente y por lo tanto, impuestas como condiciones, solo traban la incorporación de los derechos humanos en el acuerdo.
Una flexibilización de sus posturas es clave. El respeto por los derechos fundamentales, individuales y colectivos de las personas debe estar al centro de la discusión del cambio climático, pues son finalmente la razón de ser del esfuerzo de coordinación que las naciones están haciendo. Por lo mismo, es de esperar que los países en cuestión, especialmente los latinoamericanos, con quienes compartimos las raíces y los valores que sostienen los derechos humanos, cambien su postura y den finalmente el apoyo necesario para proteger a sus poblaciones.
Un mínimo ético de respeto con el prójimo, pone a los países en la necesidad de asegurar que ahora que se intenta salvar la situación, ello no se hará nuevamente a costa de las personas más vulnerables.