Fuente: elquintopoder.cl - Fernando Viveros Collyer
A un grupo de organizaciones ciudadanas chilenas por las aguas, nos
llega un documento del Banco Mundial con el título “Estudio para elmejoramiento del marco institucional para la gestión del agua”.
Saltándonos los prejuicios (o fundados juicios) que se merece una
sugerencia de política proveniente de tan mundial banco -sin entrar a los
contenidos concretos del documento-, vale mucho la pena notar la lengua, o sea,
las palabras con las cuales habla (y hablamos) del agua.
¿Por qué poner atención a las palabras y no (al menos todavía) a los
“contenidos”? Porque la lengua predispone la actitud y limita lo que podemos
decir y pensar acerca de lo real. Veamos si es cierto.
Al menos el título del documento dice “agua”. Ya dentro de sus páginas, el
agua se transforma en “recurso hídrico”, y desaparece el agua.
Alguien me dirá: ¿y qué? ¿Y qué con la diferencia entre “agua” y
“recurso hídrico”? Esto es, si ya de entrada sabríamos que hablamos, pensamos y
sentimos de lo mismo. ¿Qué dice agua? Pues en el modo de una palabra del
cotidiano, dice algo que está con nosotros de un modo parecido a como está el
aire. Respiramos todo el tiempo, toda la vida -incluso pensamos la vida como
algo respirando; la muerte como alguien que ya no está con el aire.
Agua es palabra de una lengua del trato humano de todos los días con
aquello que nos hace vivos, y con un nombre y un rostro. Agua es mundo y
aquello verde de una hoja, el color de una flor, la yerba fresca brotando en
una pampa (que en las ciudades llamamos “maleza”, relativo a mal).
¿Qué dice hídrico? Nadie dice: “Tengo mucha sed. Me tomaría un vaso
grande de hídrico”. ¿Qué le sucede aquí a la palabra?, porque si uno se pusiera
muy estricto el agua y lo hídrico dicen lo mismo –su genealogía es bastante
parecida-. Pero nadie dice que toma hídrico cuando tiene sed, y resultaría muy
exótico (y algo siútico) si insistiera en decirlo.
¿Qué connota “hídrico”? Pues basta atender a cómo se
usa la palabra. Se usa en contextos científicos. O sea racionalizadores.
Refleja el paradigma de un tipo de ciencia, y con ello la hegemonía
político-cultural de la objetividad. La de un lenguaje que quisiera aparentar
ningún compromiso o disposición afectiva. Varias filosofías han mostrado hace rato
que el distanciamiento o frialdad científica corresponde a una disposición por
asegurar las condiciones de vida. Un sentimiento hacia la necesidad y una
búsqueda de seguridad, acompañado por un goce en el control de las cosas (goce
del mundo como un montón de cosas a controlar). Lo hídrico lo encontramos en
contextos de control: agua (tantos litros por segundo), metida en cañerías de 2
a 4 a 10 pulgadas de diámetro, a 3 atmósferas de presión, con tal porcentaje de
contenido de cloro, etcétera.
Hace ya cierto tiempo nos rodea un habitar la tierra donde queda poco de
mundo y todo paisaje de lo real se va transformando en “recurso”. ¿No le pasa a
usted a cada paso? El recurso loco –¡ah!, no son los loquitos del Psiquiátrico;
son los locos en el océano, entre las rocas, exquisitos (y en veda tan legal
como “formal”; objetos arrasados por un deseo social). El recurso forestal: no
son bosques salvajes o silvestres o nativos, múltiples, enredados; donde uno se
puede perder fácilmente si no conoce la huella del sendero. El recurso forestal
son millones de hectáreas plantadas que se miden por el dinero de su precio
como madera –ante todo, como celulosa. El recurso forestal es dinero, no
bosque, no belleza.
¿Y el
recurso humano? Usted y yo, aquí, leyendo. ¿Le hemos dado una vueltecita al
economista exitista que nos señala con el dedo y sin que se le arrugue un pelo
nos dice: “recurso humano” (o “capital humano”)? ¿En qué nos ha convertido esta
civilización del humanismo?
Pues, en
esa lengua, nos ha convertido en insumos del proceso de la producción
industrial tecnificada. No personas, almas, singularidades; sí competencias
para producir algo que al final vale, otra vez, cantidad y dinero. Somos allí
un recurso medible apto o no para multiplicar en nosotros –pero sobre todo en
esos otros-, el panorama del dinero sobre la faz de esta tierra. Lo demás
humano se vuelve secundario. Viene o no por añadidura. Si acaso. Usted puede
transformarse en recurso mío; usted me puede convertir en recurso suyo. Ni
usted ni yo importamos. Es en el convertirnos en cosas (productivas) uno al
otro donde reside este perverso y disminuido goce. Por eso, no acepte la
próxima vez que lo traten de “recurso humano”; por eso rechace a quien trata a
los demás con el título: “capital humano” (ese mismo que una vez lejos de su
escritorio de economista o ingeniero, es una persona tan cotidiana como todos,
y dice: agua).
El “recurso hídrico”, pues, no es agua. La expresión “recurso hídrico”
ha operado en la realidad -en nosotros y en el agua- una transformación,
haciendo desaparecer los vínculos de comunidad en la vida y el habitar este
mundo. Esa operación nos instala en el lugar donde el agua queda convertida en
cosa a disposición, apta a la administración, y presta al goce del control,
según las razones (más bien sin razones) sociales humanas.
La tradición humanista del Occidente ha venido a quedar reducida a una
imagen de lo humano como propietario de lo real y constructor del mundo como
asignador de precios. La cultura occidental entró desde hace unos 3 siglos en
esta operación de control generalizado de la naturaleza.
Por estos
tiempos hay indicios fuertes que ella, natura, ha comenzado a rechazar esta
bestia controladora: una catástrofe ecológica no acabara, sin duda, con la
vida. Solo con nosotros, con las condiciones de vida que nosotros necesitamos,
unas que no son exactamente las mismas que hemos creído debemos controlar. De
pronto, por aquí, por allá, algo pasa aquí y allá con las aguas. ¿Qué pasa? Y
no hay modalidad de “recurso hídrico” que pueda responder.
Habremos
de salir a buscar dónde queda simplemente agua.