Justo una semana antes de la revolución
del octubre
rojo chileno, fue la última vez que pise suelo de la capital de Chile. Participaba
de un taller inicial, en el centro de Santiago, donde confluimos organizaciones
diversas de todo el país que trabajamos con proyectos a través de fundaciones
de alcance internacional y que compartimos la urgente necesidad de estar atentos
para organizarnos desde lo local y defendernos, obligados muchas veces, por una
voracidad desmedida, desbocada, de la inversión versus biodiversidad o naturaleza. Tan vertiginoso que, de no reaccionar en el escaso momento para
enmendarlo, se convierte en una aplanadora, destruyendo todo a su paso, desde la calidad y formas de vida locales, apreciadas y existentes desde la
ruralidad e interconexión cultural con el territorio de manera multidimensional. Obviamente, converger en el fundamento esencial de la preservación como un
factor clave en planificación y ordenamiento que contribuya a minimizar y/o mitigar
impactos negativos, se transforma en una acción que obliga a articularnos e integrar visiones. Desde el territorio, es una prioridad urgente.
Una semana después, un 18
de octubre de 2019, todo cambió. Como una olla a presión que hizo ebullición
por décadas, simplemente, explosionó y, como una caja de pandora en expansión, la Distopía se
hizo presente en nuestras vidas. Y, desde un surrealismo político agotador que
nos deja perplejos continuamente, con un discurso infantil, triste y vacilante, se
han perdido instancias históricas de poder construir sociedad, en vez de mutilar
su tejido social. Una oportunidad perdida para poder reconocer a verdaderos líderes. Lamentable.
Navegando
en el caos rumbo a lo imposible, imbuidos en el sueño legítimo de un país
más justo y equitativo, en el que resuenan exigencias de derechos elementales y
donde las nuevas generaciones tienen un rol importante, pero también, de gran
responsabilidad. Después del hastío generalizado hacia cúpulas de poder
enquistadas en donde la corrupción es parte de la gestión. En donde la oposición
política de representación ciudadana es cooptada, o no existe. Una suerte de aristocracia
política asentada en un imaginario arcaico, de orígenes dudosos, fuera de
tiempo y contexto. Crisis hoy es transversal. Religiones, iglesias, política,
fuerzas de orden, empresariado, devastación de la naturaleza y bienes fiscales,
fondos de pensiones miserables, mutilaciones con financiamiento del estado,
amedrentamientos, demandas, muertes y un largo etcétera. Y, como si fuera poco, aparece,
de pronto, una pandemia que todo lo agrava y afecta.
Desde esa perspectiva, Chile desde
octubre de 2019, ha experimentado un proceso
de cambio inevitable desde su estructura en todo aspecto y, si bien la
pandemia del COVID-19 es una situación global, posiciona y convierte al proceso histórico chileno actual en una posibilidad real de poder hacer cambios profundos que permitan una mejor
condición de vida para muchos, quedando crudamente evidenciado al ser la ciudadanía con sus ahorros, con un estado lento o ausente, los que han debido ayudar a sortear la crisis.
Como sea, siento existe un antes y después del estallido de octubre y pandemia. Desde la realidad distópica actual de no poder andar a cara descubierta, desde una policía cada vez más lejana, desde el control y el miedo de toques de queda, estados de excepción, distanciamiento social y cuarentenas, de la peligrosidad de un abrazo, de la muerte incesante y presente; desde las inequidades expuestas, sigo pensando que podemos ser mejores y en donde política y ciudadanía deben integrarse para volver a confiar y anular, ojalá, la corrupción ya instalada.